La presente pieza se construye sobre la base de un gris claro etéreo, el cual actúa como un velo sereno y envolvente, sobre el cual emergen destellos de tonos ocres, amarillos dorados y terrosos. Estos colores, parecen fluir y superponerse como hojas secas arrastradas por el viento, capturando el ritmo efímero de la estación.
La textura del lienzo revela capas sutiles, donde los pigmentos brillan con la intensidad de un instante atrapado en el tiempo. Sobre este paisaje abstracto, un trazo oscuro—delicado —atraviesa la composición. Su forma recuerda a una firma, pero no en el sentido literal, sino como un gesto espontáneo, cargado de intención. Este detalle introduce un contrapunto dinámico, un susurro de individualidad que desordena la armonía melancólica del fondo y sugiere la intervención humana sobre el flujo natural del color.
La obra, en su conjunto, invita a la contemplación pausada. Su juego de tonos otoñales y el contraste sutil del trazo gestual, crean un diálogo entre la naturaleza y el artificio, entre lo efímero y lo permanente. Es un cuadro que no solo habla de la belleza del otroño, sino también del acto de dejar una marca, un rastro apenas perceptible pero indeleble en el tiempo.