La obra se presenta como una meditación visual sobre el paso del tiempo, en el cuadro, las formas geométricas no son solo figuras, sino testigos de una historia profunda y arcaica. Estas formas, con sus texturas desgastadas, evocan la superficie de paredes descascaradas que han soportado el embate de los siglos, como si el lienzo mismo contuviera la huella de los días perdidos y la memoria de un mundo olvidado. Los colores terracota y amarillo se despliegan con una calidez que parece emanada directamente de la tierra, mezclándose y contrastando con una sutileza que refleja tanto la energía primordial, como la serenidad del tiempo que fluye.
En medio de esta textura etérea, destaca la figura única de un ser antediluviano, una presencia casi mítica, cuyo contorno se pierde parcialmente entre las texturas de la obra, como si fuera un espectro antiguo que observa en silencio la transformación del mundo que lo rodea. Su postura parece evocadora, inmóvil y contemplativa, como el testigo de todo lo que ha sido, lo que es y lo que ya no será. Este ser no solo está presente físicamente, sino que parece ser la personificación de la memoria, de lo que ha resistido el paso de los años, simbolizando la erosión del tiempo.
La base de la obra, como un sutil telón de fondo, permite que los detalles de la composición respiren con libertad, sin restar protagonismo a la figura central y a cada trazo. La obra, en su totalidad, juega con una sensación de lentitud, como si cada elemento estuviera suspendido en el tiempo, invitando al espectador a sumergirse en una contemplación profunda, donde la historia y el presente se entrelazan en un ciclo sin fin.